Hace seis años, cuando mi hija mayor
(producto de mi primer matrimonio) tomo la decisión después de varios intentos de
irse de casa, me sentí devastada y fracasada como madre.
No podía entender cómo Dios había
permitido que eso sucediera, si a mi juicio, yo aun sin conocerlo había tratado
de honrar a mis padres, durante mi adolescencia no di problemas de rebeldía,
mucho menos iba a huir de casa como lo habían hecho mis hermanas. Lo que me
estaba sucediendo me parecía un mal chiste de parte de Dios.
El consejo había sido claro, después
de haber lidiado varios años con su marcada rebeldía y aplicado la disciplina
correspondiente, si se iba, debía dejarla tomar esa decisión. Fue algo difícil
de superar sobre todo cuando te encuentras con frases de otras madres como: “Yo en tu lugar, no hubiera permitido que se
fuera”, “a una hija mía jamás le hubiera permitido eso”, “te falto ser más
firme”.
No me sentía con la autoridad
necesaria para ayudar o instruir a otras madres, no me sentía ni siquiera capaz
de corregir o disciplinar a mis propios hijos. La relación con mi hija aunque
se había ido, no había mejorado, todo lo contario, empeoro. Me recriminaba
muchas cosas, terminábamos discutiendo o disgustadas por mucho tiempo. Hasta
que comprendí, que ella no había pecado contra mí, sino contra Dios y yo me lo
estaba tomando muy personal.
“Alégrate, joven, en tu juventud; deja que tu corazón
disfrute de la adolescencia. Sigue los impulsos de tu corazón y responde al estímulo
de tus ojos, pero toma en cuenta que Dios te juzgará por todo esto”.
Eclesiastés 11:9
A menudo, cuando nuestros hijos
atraviesan esta dura y difícil etapa, pensamos únicamente en el daño que nos
están causando, en el problema que está afectando a la familia, en qué hemos
fallado como padres. En lugar de hacer un puente de comunicación, hacemos
barreras, porque nos enfrascamos en el daño que nos están haciendo y no
pensamos que ellos tienen una naturaleza pecadora y que algún día tendrán que
darle cuentas a Dios por sus actos.
Cómo madres nuestro deber desde
temprana edad es enseñar e instruir a nuestros hijos para que amen y teman a
Dios y decidan seguir sus caminos, pero llegará el día en que ellos deberán
tomar esa decisión personal con Dios (no con nosotras). Y sea cual sea esa
decisión debemos estar preparadas para enfrentarla.
Piensa por un instante, ¿qué harías
si tus hijos quieren experimentar el mundo y deciden poner una pausa para
seguir a Dios? ¿Cómo reaccionarías? La verdad nadie está pensando en eso, mucho
menos estamos preparadas para experimentarlo.
Algo que a mí me ayudó mucho fue
meditar en la Parábola del Hijo Prodigo. El padre ni siquiera se molestó con
su hijo de que le hubiera pedido su herencia en vida para ir a derrocharla, no
le recrimino nada, siempre espero su regreso con paciencia y cuando regreso lo
recibió con gracia y amor como Dios lo hace con nosotras cuando fallamos.
Otro pasaje que me ayudó se encuentra
en Marcos 7:24-30 que se llama “la fe de
la mujer sirofenicia”. En un momento en que le preguntaba a Dios hasta
cuanto he de pedirte por la situación con mi hija, Él me puso de ejemplo a esta
mujer, que con humildad se acercó a Jesús para pedirle que sacara el demonio de
su hija y se encuentra con la respuesta más dura que le he escuchado: “Deja primero que se sacien los hijos,
porque no está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos”.
Jesús no quería humillarla ni la estaba denigrando, El quería saber que tan
grande era su fe, ella estaba clamando por unas migajas de gracia para su hija
y Él se lo concedió.
Un libro que me ayudó fue “Abandonando
el Barco” de Michael Pearl. El expone que el hogar debe ser un barco
agradable y atractivo donde sus tripulantes (los hijos) puedan sentirse amados
y cuidados, sino decidirán abandonarlo en la primera oportunidad que tengan. Si
aun viviendo en un barco seguro, ellos deciden abandonarlo, lo mejor que
podemos hacer es finalizar en buenos términos, mantenernos cerca de nuestros
hijos para cuando ellos necesiten nuestro consejo, no forzar una relación, ni
recriminar.
Aún estoy como el padre del Hijo
Prodigo, aguardando el regreso de mi hija, pero con un corazón transformado por
la gracia de Dios que me permite guiar hacia El a mis otros tres hijos. Mi
relación con ella ha mejorado mucho y se restablecieron puentes donde antes
había barreras.
Hace algunos meses, mi hija consiguió
su primer trabajo, no era de mi agrado, pues se trataba de ser animadora de una
bebida energizante. Muchas personas aun de la Iglesia me comentaban cuando la
veían “qué difícil es la juventud” o
“que pesar, mire a su hija bailando…”, en lugar de orar por ella. Pienso que
ella, se sintió juzgada y me pregunto “mami,
¿te hago sentir avergonzada?” Le conteste, “nunca, no me gusta tu trabajo, pero no me haces sentir avergonzada”.
Gracias a Dios, las oraciones fueron contestadas y ahora tiene otro empleo.
Cuando estuvo conmigo, muchas veces
su comportamiento me hacía sentir avergonzada. Muchas veces, fue disciplinada
más con mi frustración y enojo que con amor, yo tuve mucho que ver con su
rebeldía, pero en Dios encontré gracia y amor.
Mi consejo es no juzgues los hijos de
otras madres, porque no sabes cómo terminaran los tuyos, porque solo la gracia
de Dios los puede guardar cuando deciden tomar el camino equivocado. Nunca te
canses de orar por ellos, de hablarles de Dios porque Él ha prometido que su
Palabra no vuelve vacía. Si ya estás afrontando su rebeldía, no te lo tomes
personal, piensa que ellos tienen una naturaleza pecadora y que es precisamente
el pecado que se está revelando en sus vidas, recuerda:
“Porque no tenemos lucha
contra sangre y carne, sino contra potestades, contra los gobernadores de
las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en
las regiones celestes”.
Efesios 6:12
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