miércoles, 17 de diciembre de 2014

Cuando la rebeldía nos separa de nuestros hijos





Hace seis años, cuando mi hija mayor (producto de mi primer matrimonio) tomo la decisión después de varios intentos de irse de casa, me sentí devastada y fracasada como madre.


No podía entender cómo Dios había permitido que eso sucediera, si a mi juicio, yo aun sin conocerlo había tratado de honrar a mis padres, durante mi adolescencia no di problemas de rebeldía, mucho menos iba a huir de casa como lo habían hecho mis hermanas. Lo que me estaba sucediendo me parecía un mal chiste de parte de Dios.


El consejo había sido claro, después de haber lidiado varios años con su marcada rebeldía y aplicado la disciplina correspondiente, si se iba, debía dejarla tomar esa decisión. Fue algo difícil de superar sobre todo cuando te encuentras con frases de otras madres como: “Yo en tu lugar, no hubiera permitido que se fuera”, “a una hija mía jamás le hubiera permitido eso”, “te falto ser más firme”.


No me sentía con la autoridad necesaria para ayudar o instruir a otras madres, no me sentía ni siquiera capaz de corregir o disciplinar a mis propios hijos. La relación con mi hija aunque se había ido, no había mejorado, todo lo contario, empeoro. Me recriminaba muchas cosas, terminábamos discutiendo o disgustadas por mucho tiempo. Hasta que comprendí, que ella no había pecado contra mí, sino contra Dios y yo me lo estaba tomando muy personal.


“Alégrate, joven, en tu juventud; deja que tu corazón disfrute de la adolescencia. Sigue los impulsos de tu corazón y responde al estímulo de tus ojos, pero toma en cuenta que Dios te juzgará por todo esto”. Eclesiastés 11:9


A menudo, cuando nuestros hijos atraviesan esta dura y difícil etapa, pensamos únicamente en el daño que nos están causando, en el problema que está afectando a la familia, en qué hemos fallado como padres. En lugar de hacer un puente de comunicación, hacemos barreras, porque nos enfrascamos en el daño que nos están haciendo y no pensamos que ellos tienen una naturaleza pecadora y que algún día tendrán que darle cuentas a Dios por sus actos.


Cómo madres nuestro deber desde temprana edad es enseñar e instruir a nuestros hijos para que amen y teman a Dios y decidan seguir sus caminos, pero llegará el día en que ellos deberán tomar esa decisión personal con Dios (no con nosotras). Y sea cual sea esa decisión debemos estar preparadas para enfrentarla.


Piensa por un instante, ¿qué harías si tus hijos quieren experimentar el mundo y deciden poner una pausa para seguir a Dios? ¿Cómo reaccionarías? La verdad nadie está pensando en eso, mucho menos estamos preparadas para experimentarlo.


Algo que a mí me ayudó mucho fue meditar en la Parábola del Hijo Prodigo. El padre ni siquiera se molestó con su hijo de que le hubiera pedido su herencia en vida para ir a derrocharla, no le recrimino nada, siempre espero su regreso con paciencia y cuando regreso lo recibió con gracia y amor como Dios lo hace con nosotras cuando fallamos.


Otro pasaje que me ayudó se encuentra en Marcos 7:24-30 que se llama “la fe de la mujer sirofenicia”. En un momento en que le preguntaba a Dios hasta cuanto he de pedirte por la situación con mi hija, Él me puso de ejemplo a esta mujer, que con humildad se acercó a Jesús para pedirle que sacara el demonio de su hija y se encuentra con la respuesta más dura que le he escuchado: “Deja primero que se sacien los hijos, porque no está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos”. Jesús no quería humillarla ni la estaba denigrando, El quería saber que tan grande era su fe, ella estaba clamando por unas migajas de gracia para su hija y Él se lo concedió.


Un libro que me ayudó fue “Abandonando el Barco” de Michael Pearl. El expone que el hogar debe ser un barco agradable y atractivo donde sus tripulantes (los hijos) puedan sentirse amados y cuidados, sino decidirán abandonarlo en la primera oportunidad que tengan. Si aun viviendo en un barco seguro, ellos deciden abandonarlo, lo mejor que podemos hacer es finalizar en buenos términos, mantenernos cerca de nuestros hijos para cuando ellos necesiten nuestro consejo, no forzar una relación, ni recriminar.


Aún estoy como el padre del Hijo Prodigo, aguardando el regreso de mi hija, pero con un corazón transformado por la gracia de Dios que me permite guiar hacia El a mis otros tres hijos. Mi relación con ella ha mejorado mucho y se restablecieron puentes donde antes había barreras.


Hace algunos meses, mi hija consiguió su primer trabajo, no era de mi agrado, pues se trataba de ser animadora de una bebida energizante. Muchas personas aun de la Iglesia me comentaban cuando la veían “qué difícil es la juventud” o “que pesar, mire a su hija bailando…”, en lugar de orar por ella. Pienso que ella, se sintió juzgada y me pregunto “mami, ¿te hago sentir avergonzada?” Le conteste, “nunca, no me gusta tu trabajo, pero no me haces sentir avergonzada”. Gracias a Dios, las oraciones fueron contestadas y ahora tiene otro empleo.


Cuando estuvo conmigo, muchas veces su comportamiento me hacía sentir avergonzada. Muchas veces, fue disciplinada más con mi frustración y enojo que con amor, yo tuve mucho que ver con su rebeldía, pero en Dios encontré gracia y amor.


Mi consejo es no juzgues los hijos de otras madres, porque no sabes cómo terminaran los tuyos, porque solo la gracia de Dios los puede guardar cuando deciden tomar el camino equivocado. Nunca te canses de orar por ellos, de hablarles de Dios porque Él ha prometido que su Palabra no vuelve vacía. Si ya estás afrontando su rebeldía, no te lo tomes personal, piensa que ellos tienen una naturaleza pecadora y que es precisamente el pecado que se está revelando en sus vidas, recuerda:


“Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes”. 
Efesios 6:12

No hay comentarios:

Publicar un comentario